Por Lidia Vilariño, directora de proyectos del área de Educación con Valores en 21gramos.
Mi sobrino de casi seis años tiene una rutina inquebrantable: a las nueve de la noche, Alexa le recuerda que es hora de dormir. Si no ha cenado todavía, él le responde con calma que aún es temprano. No se enfada, no discute. Y Alexa tampoco. Es una mediadora imparcial en casa, y en ciertos momentos, su palabra parece tener incluso más autoridad que la de cualquier adulto.
Como ocurre con la mayoría de niños y adolescentes, la relación de mi sobrino con la tecnología es natural, cotidiana y está, sobre todo, normalizada. Ha nacido en un mundo donde las pantallas son parte de su paisaje y los algoritmos participan (aunque no siempre lo parezca) en su desarrollo y aprendizaje.
Y es en este mundo —complejo, veloz y a ratos opaco— donde el Gobierno ha aprobado recientemente la ley de protección de menores en los entornos digitales, un documento pionero que propone controles parentales obligatorios en todos los dispositivos, sanciones penales a quienes difundan contenido sexual generado con inteligencia artificial y una elevación de la edad mínima para estar en redes sociales, que pasará de 14 a 16 años.
El objetivo es blindar la protección de los más jóvenes ante un mundo digital que no deja de crecer y complicarse, lo que se suma a la decisión de numerosos centros educativos de prohibir el uso de los teléfonos móviles para minimizar las interrupciones y mejorar el comportamiento en las aulas. Así, la línea entre el uso de la tecnología y la educación es cada vez más difusa.
La intención es clara: proteger a los jóvenes, pero ¿cómo los cuidamos de verdad cuando el reto ya no es solo presencial, sino que suma una relación normalizada con la tecnología?
Una infancia mediada por pantallas
Partamos de la base: decir que los menores están digitalmente expuestos es quedarse cortos. No solo consumen contenido en plataformas que ni siquiera sus familias conocen; también crean, interactúan, se relacionan y forman identidades a través de las pantallas.
En este contexto, las nuevas medidas legislativas apuntan a una necesidad real que abarca medidas urgentes de protección frente al acoso, la desinformación, la violencia sexual, las imágenes manipuladas con IA y todo tipo de contenido que deja huella en un cerebro en formación.
Sin embargo, hay una pregunta que se nos queda en el aire: si para los menores las pantallas forman parte inevitable de su desarrollo y aprendizaje tanto en el aula como fuera de ella, ¿qué lugar ocupan en esta ecuación legislativa la educación emocional, el pensamiento crítico o la alfabetización digital?
Tecnología con valores, no con culpa
Para garantizar la protección de los menores no podemos obviar que necesitamos hacerlo desde la empatía y la intención por comprender qué representa para ellos, para su bienestar —que, asumámoslo, nunca igual que lo que significa para otras generaciones—. La clave no está en el diagnóstico, sino en la escucha.
Ocurre exactamente lo mismo con otras problemáticas que impactan directamente sobre los adolescentes, como la salud mental. Tenemos que escuchar cómo se sienten frente a sus pantallas. Qué les ilusiona. Qué les inquieta. Qué entienden como “normal”. Qué callan por miedo a no ser entendidos.
En algunos entornos educativos que se esfuerzan por innovar y conectar con la realidad de sus estudiantes, esta conversación ya está ocurriendo. Existen programas que trabajan con jóvenes sobre bienestar digital, privacidad, identidad online o gestión emocional que construyen el necesario puente entre prohibir y acompañar.
Crecer entre píxeles, pero con raíces sólidas
La tecnología no es el enemigo. De hecho, bien usada, puede ser aliada para impulsar la autonomía, creatividad y conexión. Pero necesitamos integrar valores en su uso: respeto, responsabilidad, empatía, seguridad. El reto está en no apagar la pantalla, sino en encender el pensamiento crítico.
Porque lo verdaderamente transformador no es limitar el acceso, sino preparar para habitar ese entorno de forma consciente. Y eso se enseña con el ejemplo, con diálogo, con recursos y también desde las políticas públicas, sí… pero sin olvidar que toda ley necesita una cultura que la sostenga.
En Más Allá de la Zeta, nuestra metodología para la promoción de proyectos educativos de sensibilización, tenemos el convencimiento de que la educación es la herramienta más potente para formar personas libres, responsables y cuidadosas con su entorno (digital y físico). Por eso celebramos toda medida que ponga el foco en la protección de la infancia, pero también recordamos que proteger no es vigilar, es estar presentes, y que educar es potenciar el conocimiento y hacer florecer el pensamiento crítico.
Y para eso necesitamos mirar la tecnología con otros ojos. No como una amenaza, sino como un terreno en construcción. Es un reto enorme, pero podemos —y debemos— asumir la tarea de transformarlo en un espacio seguro, ético, atento y humano donde las nuevas generaciones puedan crecer… entre píxeles, sí, pero con las raíces suficientes para poder tomar decisiones seguras.